sábado, 8 de agosto de 2009

Él

Me acerqué, dubitativa aún. Seguía dormido, respirando acompasadamente. Tras observar sus ojos cerrados, su sonrisa, su cabello desaliñado, me senté a su lado. Con cuidado, alargué la mano. Mis dedos pasaron por su melena oscura, por su rostro dormido, por su cuerpo desnudo. Suspiró sin despertarse.

Le miré un rato más, grabando los detalles en mi mente para siempre. Sus cejas, su nariz, su barbilla, su cuello, sus brazos. Le quería. Levanté la sábana que le cubría y me tumbé a su lado, aspirando su olor, refugiándome en su calor. Volvió a suspirar y esta vez sí se despertó: Me apretó contra él y me envolvió con sus brazos.

No hicieron falta palabras. Una intimidad como la que teníamos en ese momento no las requerían. Yo lo sabía y él también. Con cuidado, con cariño, me cogió de la barbilla y me besó. Un beso largo, dulce, caliente. Nuestras lenguas danzaron juntas, nuestros labios se fundieron en uno.

Después, se levantó de la cama. Me besó la frente y recogió su ropa. Se abrochó la camisa, se ató los pantalones. Yo, desnuda aún, le abracé y apoyé mi cabeza sobre él. Con ademán protector, y una sonrisa triste, me abrazó también. Me quería. Y me dijo que volvería, porque quería volver. Pero en sus ojos vi una tristeza profunda que me confirmaron lo que ya sabía: Cuándo cruzase esa puerta, no le volvería a ver.

Han pasado tres años de aquello. Y ni siquiera sé si sigue con vida. Pero el recuerdo de su cuerpo sobre mi cama, de su boca sobre la mía, de esos ojos que conseguían traspasar mi alma, sí que sigue vivo. Y por eso, aunque sea sólo por eso, le esperaré.


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